miércoles, 7 de diciembre de 2016

Mitos y verdades del parlamentarismo inglés

El fracaso de la historia, como elemento aleccionador de la vida humana suele radicar en el desmedido afán de ciertos sectores sociales por exacerbar símbolos y personajes, más allá de lo razonablemente necesario y deseable. Un ejemplo es Oliver Cromwell, el político y militar inglés, aun habiendo sido poco de ambas cosas, al que el imaginario colectivo ha colocado, quizá no tan merecidamente, como el héroe nacional y europeo que enarbolo la bandera del republicanismo, como símbolo de la lucha contra los gobiernos absolutos, abriendo paso a una nueva era, que desembocaría en estados marcados por la defensa de la sociedad civil.


Desde obras literarias como las “crónicas parlamentarias” de Allen Prescott, hasta el “Cromwell” cinematográfico de Ken Hughes, nos han trasladado la imagen de un Cromwell atormentado por la incomprensión de algunos, la envidia y el recelo de otros y la exaltación de la mayoría, como el campeón que derrotó al tirano, en aquellas impagables interpretaciones de Richard Harris y Alec Guinness, que escudriñaban en el lado humano del héroe que sacrificó su vida por Inglaterra. Todo muy en la línea apologética del héroe solitario tan propia de la cultura anglosajona, y que ya había cultivado Theo Frenkel en 1911.


Sin embargo, como exponía Christopher Hill en su imprescindible “The Century of Revolution”, las dudas sobre el papel real de Cromwell en la transición de la era absolutista a los estados contemporáneos es, cuando menos, discutible, teniendo en cuenta que el discurrir de la historia ya apuntaba, desde tiempo atrás, pasos ineludibles hacia el derrumbe de un absolutismo muy frágil y voladizo, con o sin Cromwell.


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Y es que todo, como ha demostrado Sayles en su “The mediaeval foundations of England”, la Inglaterra de la Edad Moderna se aleja de los patrones de interpretación y evolución de la historia europea, por lo que aplicar estas categorías históricas a la interpretación del papel político de Cromwell, resulta, al menos, arriesgado.


Fundado bajo el particularismo físico de una isla de modestas dimensiones, Inglaterra había alcanzado, mucho antes de nuestro protagonista, un nivel de desarrollo político considerable, ya desde le medievo, observable en la pujanza que su conquista de vastas extensiones continentales, durante la Guerra de los Cien Años demostraba. Una pujanza sostenida en una clase nobiliaria muy uniforme y compacta, y un tejido urbano vigoroso, amparado en la protección real y los privilegios económicos, en la más pura tradición anglosajona. Unos hechos que conviene recordar a aquellos que blanden la figura de Cromwell como campeón del poder representativo, sin caer en la cuenta que desde los tiempos de Eduardo III, Inglaterra poseía un sistema parlamentario que, a diferencia del continente, no solo establecía la representación estamental, sino que acumulaba un amplio poder de control legislativo, no así fiscal, sobre el monarca. El sistema encontraba su justificación en la falta de amenazas locales en el reino, y en las facilidades de gobierno de un espacio territorial reducido. Si a ello unimos que, como defiende J.P. Cooper en “Differences between English and continental governments in early seventeenth century”, la pervivencia de los tribunales consuetudinarios, como las asambleas jurídicas tradicionales, bloquearon sistemáticamente el desarrollo de una justicia nobiliaria jurisdiccional extensa, y de un sistema de magistrados reales, nos encontramos ante el hecho de que estos contrarrestos al poder real introducían una embrionaria diferenciación de poderes (ejecutivo amplio para el rey, limitativo de la legislación en el parlamento y autonomía judicial en algunos ámbitos), tres siglos antes de nuestro “héroe”.


En este marco de circunstancias, y como acertadamente aprecia Fowler en su “The Hundred Years, war”, las guerras medievales habían sentado las bases del poder parlamentario y la debilidad monárquica, mucho antes del enrarecido siglo XVII. La proliferación de ejércitos mercenarios y la avidez nobiliaria inglesa en el continente, volcada a una guerra de rapiña en el territorio Valois, casi hasta el siglo XVI, habían degenerado en un estado poco sólido, que no había evolucionado como los continentales, al amparo de las poderosas maquinarias de guerra renacentista, precisadas de mando centralizado y administraciones extensas. Y lo habían hecho en la misma medida en que los saqueos sobre Francia habían alimentado una monetarización creciente de la economía inglesa, y un consiguiente desarrollo de la clase comercial, cada vez más autónoma y crecida, ante un poder real estancado y al margen de buena parte de este “negocio”.


Por ello, cuando la empresa del botín francés concluyó, la débil monarquía poco pudo hacer ante una nobleza y una clase urbana que volvieron armas al interior, barriendo en los campos de Bosworth a la vieja monarquía , abriendo las puertas del poder a unos Tudor que solo acelerarían el proceso.


 


Quizá, como señala uno de los grandes estudiosos del fenómeno Tudor, Penry Williams, y planteada así la situación, debemos colgar la escarapela de campeón del parlamentarismo, más que a Cromwell, a Enrique VIII, especialmente por la desidia de su acción de gobierno.


Los únicos pasos reseñables en contra del equilibrio de poder en la isla, se habían dado con el rey Enrique VII. La creación de una camarilla de gobierno que desplazaba a las viejas instituciones, el arrinconamiento de un parlamento ni convocado, y la creación de la Star Chamber y el control de las justicias locales habían dado pasos muy seguros para controlar las sediciones internas y centralizar el poder. Hasta que su sucesor, Enrique VIII, frenó este proceso en su querella matrimonial contra el papado, por su pretensión de divorcio de Catalina de Trastamara, a la postre tía del emperador español Carlos de Habsburgo. Enfrentarse a ambos sería lo que llevaría al inestable Enrique a una autentica y solapada revolución política. De un lado, el rey precisaba fuertes sumas de dinero para hacer frente a las nuevas amenazas y sobrellevar el creciente aislamiento, de otra, apoyo político para enfrentarse a una oposición interna, religiosa y nobiliaria, que amenazaba su persona y su dinastía.


De esta forma se rescataba la vieja institución parlamentaria, se realzaba su papel y se limitaba el del rey, que obtenía en aquel la justificación de sus medidas, de sus regalías y de su subversión de las tradiciones, creencias y formas de actuación tradicionales en el reino. Pero el poder del rey, que no se reducía, quedaba a expensas, peligrosamente, de la justificación de las clases terratenientes y urbanas, todo según un meticuloso plan de desarraigo del viejo sistema político de Enrique VII y del vigente en el continente, impulsado por otro Cromwell, Thomas.


Pero ni el primer Cromwell, ni el hábil Wolsey, ambos más eminentes políticos que Oliver, pudieron preveer ni compensar la suicida y errática política de Enrique VIII, el verdadero decapitador del absolutismo inglés. Las aventuras militares del rey en el continente, con sus onerosos y poco fructíferos resultados (intervenciones militares en el norte de Francia entre 1512 y 1546), arrasaron las arcas reales, obligando al rey a buscar empréstitos, a devaluar la moneda y a enajenar las grandes cantidades de tierras expropiadas a la iglesia católica durante los años iniciales de la reforma anglicana. Con ello la monarquía perdía toda posibilidad de independencia económica del parlamento, a la vez que las ventas engordaban a una gentry que seria, en el siglo siguiente la triunfadora en la lucha por el poder en Inglaterra. A la par que estos sucesos afianzaban un nuevo equilibrio de poder en Inglaterra, la nobleza se desmilitarizaba y se transformaba en un grupo comercial al socaire de los mercados de lana y coloniales, ante la ausencia de amenazas a la isla, la incapacidad del rey para mantener un aparato militar permanente o la falta de políticas expansivas en el continente. Y se debilitaba, como grupo de poder, inmersa en las querellas religiosas y matrimoniales de la monarquía. Los propietarios urbanos eran pues la clase emergente sin duda. Solo cabía evaluar con que valores y en que sectores se sostendría su poder en el siguiente siglo. Y ahí si que Cromwell adquiriría cierta relevancia.


La segunda mitad del siglo XVI, el periodo isabelino, preámbulo de las guerras parlamentarias estabilizo el reino, en los parámetros políticos antes descritos, tras la inquietud de los reinados de Eduardo y María, pero afianzo una tendencia histórica, la incapacidad fiscal y ejecutiva de la monarquía para crear un aparato militar sólido que defendiera los intereses exteriores ingleses, en el complejo tablero de ajedrez continental, y que madurara, en su entorno, una administración centralizada y autónoma de las instituciones representativas. Milicias y soldadescas mercenarias temporales, para los conflictos flamencos y la defensa interior demostraron, además de la escasa capacidad real para generar esta dinámica, la desproporción entre costes y resultados operativos y la inferioridad del absolutismo inglés, que nunca había fraguado. De hecho, ni el fracaso español en la aventura de la Gran Armada pudo ser capitalizado por la monarquía Tudor, mermada por los costes de la larga guerra con los Habsburgo, pero que apenas (salvo modestos avances en America) obtuvo territorios o botín, más allá del que las irregulares fuerzas corsarias aportaban a la corona.


Este hecho, que no había pasado desapercibido para la dinastía de la isla, fue el que posibilitó el inicio de la aventura irlandesa, continuando las tímidas políticas de los predecesores de Isabel. Marginados de su entorno, Inglaterra volvió en el siglo XVI sus ojos hacia la isla vecina, sobre la que ejercía un relativo protectorado o ascendiente, a través de la familia feudal de los Kildare. Las repetidas rebeliones de los isleños contra la política anglicanizadora de los ingleses, el rechazo a los colonos británicos y la intromisión de España y el papado, impulsó a fines de siglo al gobierno de Londres a un notable esfuerzo bélico que extendiera su espacio vital por Irlanda. La guerra no aporto cambios en la organización del estado, pero el desarrollo naval de la corona si. Al tiempo que los ingleses desplazaban la guerra terrestre a un segundo plano y a un espacio alejado, la armada, desde los tiempos de Hawkins, desplazaba al ejército como instrumento de expansión, con lo que ello implicaba. Una menor utilidad del poder centralizado y una mayor extensión del comercio, sus intereses y sus grupos sociales asociados.


Así las cosas, el modelo político que habría de heredar Cromwell, sufriría una importante transformación cuando cuatro décadas antes de que nuestro protagonista apareciera en escena, la desaparición de la dinastía Tudor trajese al sur de la isla el poder Estuardo, y con él, una hibridación política sustentada en la unión dinástica de los reinos de Inglaterra y Escocia, más la incorporación de Irlanda, siendo estos dos últimos no herederos de la tradición romana, ruralizados, feudalizados, y con elementos absolutistas más maduros, en algunos aspectos, que el particular modelo de administración inglesa. Un modelo particular, en el que el centro del poder se asentaba en el parlamento, no en una nobleza territorial y armada, como en Escocia, y que aquí, desmilitarizada, también ejercía su autoridad e influencia en el parlamento de Londres, algo que Jacobo I no pudo ver y no supo administrar, como defiende Donaldson en “Scotland”.


Su falta de visión sería el caldo de cultivo idóneo para movimientos como los que favorecerían la revolución de 1640. Así, la monarquía jacobea iniciaría un acercamiento a España, claramente impopular, a la vez que la corona iniciaba una política venal y de liquidación de monopolios que le alejaba de la necesaria colaboración del parlamento, y afianzaba la justificación de su poder, algo que redundaba en iguales fines. La política absolutista así planteada tuvo eco positivo en las aristocráticas sociedades de los Lowlands y en los recién incorporados condados del Ulster, necesitados de afirmación en sus convicciones nacionales, frente a la población sometida, pero sentó las bases de la desconfianza parlamentaria y de los grupos dirigentes ingleses que situaban su poder allí. En el segundo cuarto del siglo XVII, la familia Cromwell formaba parte de una sociedad triádica, formada por un renovado y próspero cosmos rural (propietario, arrendatario y jornalero), crecido con las liquidaciones monásticas de la primera era Tudor, un amplio sector de pequeños propietarios agrícolas libres (los yeomanry) y una pujante y culta clase comercial, crecida al pairo del desarrollo naval posterior a Isabel I. Este sistema social, bastante maduro, era incompatible con las pretensiones “feudalizantes” y absolutistas de la monarquía jacobea, máxime cuando esta no disponía de interés para una alianza permanente con la Gentry, y esta no atisbaba la necesidad de un sometimiento al poder real. A ello se añadía una nobleza que, en una sociedad más prospera y madura, veía innecesario sostener un poder central, necesario para frenar unas insurrecciones o amenazas campesinas que ya no cabía esperar que se produjesen.


Este desarrollo venia, además, acompañado de un nivel impositivo tradicionalmente bajo, por la falta de exigencias exteriores, y por la financiación real tradicional en base al expolio de la iglesia. Y ello con su consiguiente correlato, la falta de una burocracia extensa que apoyara el poder real.


Cuando en 1628 Cromwell accedió al parlamento, como simple comparsa, y gracias al patrocinio de los Montagu y de los Lilburne (como prueban sobradamente David Hume y Christopher Hill), el corrupto gobierno jacobino había dado paso al puritano de Carlos I, cuya escasa visión de estado había llevado a, sin percatarse de los escasos mimbres con los que contaba, y confiando en el peso que le daría las arcaicas formas sociales escocesa e irlandesa, intentar construir un imposible absolutismo. Anulado el parlamento y enemistado con la gentry, Carlos agotó sus fuerzas en la ridícula intervención inglesa en la guerra de los Treinta Años y el estéril conflicto con Francia. Para acallar las críticas, el rey disolvió de forma indefinida el parlamento, con lo que el discreto diputado Oliver Cromwell perdió su empleo. Esos años de tensión política acercarían a Cromwell, en palabras de Adamson, a las orillas del bando aristocrático, liderado por Essex, Warwick y Saye, justo el grupo político que ahora Carlos cortejaba, a fin de recabar apoyos a su gobierno personalista, mediante la concesión de privilegios a los llamados pares y la reserva de monopolios y beneficios económicos para el patriciado urbano. Toda una contradicción para quien, según Carlyle, era ya un campeón de las libertades.


A principios de la década de los cuarenta, Cromwell, vinculado al mismo grupo, tomaría parte muy activa en la elaboración de la llamada ley de Rama y Raíz, base para el patronazgo real sobre el episcopado, y punta de lanza, a través del aparato ideológico-eclesial de la corriente puritana, que instrumentalizaba a la iglesia para iniciar el despegue del absolutismo inglés, introduciendo la domesticación del clero, el hieratismo regio y los conceptos de derecho divino de la monarquía. Junto a estos pasos ideológicos, a los que contribuía con entusiasmo nuestro protagonista, Strafford y otros adláteres del rey, intentaban, con cierto éxito, sortear las limitaciones fiscales de la monarquía en Inglaterra, convirtiendo a Irlanda y Escocia en la despensa del reino, imponiendo unos impuestos a la gentry irlandesa y a oligarquía rural escocesa, imposible en Inglaterra, donde la estructura social nacida en la época Tudor y que anteriormente relatábamos, lo impedía.


La venalidad corrompió al estado, y las cargas fiscales promovieron la aversión a la administración carolina y a su puritana y dócil nueva iglesia. Pero la creciente tensión entre el parlamento, como representante de las clases urbanas y mercantiles, y los puritanos partidarios del gobierno regio estaba lejos de resolverse en aquel constreñido marco. La monarquía nunca se había desarrollado en Inglaterra por la inexistencia de un aparato militar sólido, como el que había impulsado a las grandes monarquías continentales. Sin él, y dada la esquelética composición económica de la monarquía, esta no podía imponerse a las milicias tradicionales, de la misma forma que estas eran lo bastante frágiles como para propinar un golpe a la corona que la doblegase.


El “impasse” se resolvería, en contra de los intereses de Carlos, curiosamente en el terreno en el que este había depositado todas sus esperanzas de consolidación real, en las sociedades periféricas. El temor escocés a que la intransigencia religiosa del rey condujera a la recuperación por la iglesia puritana de sus diezmos y tierras secularizadas. En ese marco, la imposición de una nueva liturgia anglicana provocó el levantamiento escocés, justo en una tierra, en la que a diferencia de Inglaterra, la nobleza no estaba desmilitarizada ni mercantilizada, el ardor guerrero del norte, con sus milicias campesinas y sus mercenarios alemanes arrasó como un torrente a las débiles fuerzas realistas, al tiempo que el otro punto débil de la estructura social británica, Irlanda, iniciaba una intensa revuelta católica. La curiosidad histórica radica en que el absolutismo inglés no caía arrastrado por la vigorosa sociedad mercantil del sur de la isla y sus deseos de levantar un estado “constitucional”, sino por sociedades periféricas incorporadas en su tímida expansión, y más atrasadas históricamente.


Ante tales acontecimientos y tras las derrotas de 1638, el rey se vio obligado a convocar al parlamento a fin de conseguir apoyo financiero y político para defender el reino. El control de esos recursos y las fuerzas militares levantadas a tal efecto desatarían el penúltimo acto de esta historia, la guerra civil que apuntillaría a la corona absoluta. Era la primera revolución burguesa de la historia, y la primera vez que débiles conglomerados feudales, como el escocés y el irlandés, derribaban un absolutismo, abriendo el paso a un régimen “constitucional”.


Ese movimiento histórico provocaría un vuelco en el que probablemente Cromwell representaría un freno, no sabemos si consciente a la revolución naciente. Alineado e el bando parlamentario, pese a su declarado puritanismo, su defensa de la libertad de conciencia y su apoyo a posiciones conservadoras en el orden social, Cromwell no solo iría ascendiendo en la escala militar, en la primera y segunda guerras civiles, sino que tomaría parte en importantes debates tendentes a resolver el conflicto, como el "Heads of Proposals" o Los Debates de Putney, que buscaban diseñar un nuevo equilibrio institucional y un acuerdo con el rey, ahora alineado con sus antaño enemigos escoceses, temerosos del giro de la situación y el imponente peligro que suponía para el orden social de sus estados.


La fuga de Carlos, tras ser tomado preso, el enfrentamiento con sus antiguos aliados, como John Liburne, su antiguo mentor y sus creciente influencia militar (especialmente tras su victoria en Preston) llevarían a Cromwell a un providencialismo enfermizo que impediría la consolidación de los avances políticos obtenidos por la gentry y el parlamento en la guerra. Tras la masacre de los parlamentarios opuestos a sus planes, en la Purga de Pride (Austin Woolrych, “Commonwealth to Protectorate”), la formación del llamado “parlamento de Rabadilla”, constituiría el signo inequívoco de que el régimen posterior a Carlos I adolecía de un cierto delirio, y se encontraba en las antípodas de un gobierno de vocación liberal, en el sentido reflejado en la obra de John Locke. La creación de parlamento Barebone, en 1653, como un consejo de sabios y santos, anticipo del gobierno de Jesucristo en la tierra, no puede entenderse, de ninguna forma, como un pilar en la construcción de una sociedad civil.


Ni siquiera la constitución posterior de John Lambert, que abría las puertas al protectorado cromwelliano puede verse en ese plano. Su muerte, el fracaso de su hijo Richard en el protectorado y el efímero gobierno militar de Monck servirían para que el parlamento, liberado de la locura religiosa y la monarquía republicana de Cromwell y sus partidarios, pudiera asentar, ahora si, un equilibrio político y social duradero, basado en la monarquía limitada de Carlos II.


Quizá la versión de un tirano que las “Memorias” de Edmund Ludlow nos han transmitido, a través de la pluma de John Toland sean excesivas. Quizá su intervención en los conflictos civiles de la convulsa Europa de finales del XVII, abrasada por el conflicto religioso y las secuelas de la guerra de los Treinta años, sea explicable. Quizá su gobierno autoritario llegó en el momento preciso en que la Inglaterra mercantil y expansiva de había generado la Edad Moderna se veía amenazada por las feudalizadas sociedades del norte y el oeste del reino. Pero lo que admite poca duda, es que su gobierno marco un notable freno a la progresión “democrática” de la Inglaterra del XVII y su muerte el fin del absolutismo inglés, tan necesario para su emergencia como potencia moderna.



Imagen cromwell-intl.com e historia34div.com (gráfico)


Bibliografía recomendada


Perry Anderson, “El estado Absolutista”


Weber, “Economy and Society”,


J.P. Cooper, “Differences between English and Continental government in early XVII century”


C. Russell, “The crisis of parliaments”

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