Cuando acabes de leer este artículo, mil personas habrán muerto en África víctimas del SIDA. Si mañana te acuerdas de mí y me relees, en ese intervalo de tiempo, cinco millones y medio de indios habrán descubierto que son seropositivos. De todos ellos, solo un doce por ciento podrán acceder a un tratamiento adecuado, y durante el tiempo necesario.
Si te estremecen estos sencillos datos, el próximo día uno
de diciembre, es un buen momento, uno más, uno tan bueno como otros, para
presionar a los gobiernos, y a las compañías farmacéuticas, para que impulsen
medidas que permitan la fabricación en el tercer mundo de medicamentos
genéricos capaces de ayudar a los afectados, para que ayuden a la extensión de
medidas profilácticas y educativas que cerquen la enfermedad y la aíslen, para
que acaben con la corrupción que permite, impunemente, que los gobiernos
sátrapas del tercer mundo se apropien de los fondos internacionales destinados
a esta lucha, u hostiguen a las organizaciones no gubernamentales que luchan
contra la enfermedad en primera línea de fuego. Un buen día para romper el
silencio que rodea al virus.
Tres son a mi juicio las más inmediatas batallas que debemos
librar, y sin contemplaciones. El desarrollo de la capacidad tecnológica y
farmacéutica de las sociedades menos desarrolladas para defender a sus
ciudadanos contaminados; el desarrollo de políticas educativas que acaben con
las vías de extensión y la indefensión de países enteros ante la pandemia, y la
mejora de la calidad de vida de los afectados, tanto en el tercer mundo como en
el cuarto, en las ciudades africanas, y en los pozos de miseria que crecen en
nuestras ciudades ricas. Y es esto último una de las preocupaciones que pueden
hacer despertar a nuestros gobiernos y obligarles a afrontar el problema con
mayor conciencia y decisión ante el apremio de una opinión pública a alarmada
por la extensión del virus de la mano de una inmigración incontrolada que
traslada la enfermedad de ciudad en ciudad, sin mirar fronteras ni colores.
En 2001, la Asamblea General de la ONU adoptó una
Declaración de Compromiso especial en la que proponía actuaciones concretas
para combatir la pandemia durante la siguiente década. Todos los Gobiernos y
organismos internacionales que la firmaron se comprometieron a destinar más
fondos y a implicarse hasta las patas en el freno de la epidemia. Cinco años
después se ha recaudado mas dinero, no el suficiente, pero se ha hecho muy poco
con él. La promesa no se ha cumplido. Y es la hora, por tanto, de que la
sociedad civil afronte su obligación moral de sacar a la calle, a las urnas y a
la cara de los políticos su exigencia de una actuación humana en el tema. No es
una cuestión de logística, de tecnología, de sanidad o de política. Es una
cuestión de humanidad. Si cualquiera de estos políticos y empresarios pasaran
tardes con enfermos, como hacemos muchos voluntarios, en parroquias, pisos de
proyecto hombre, o centros de atención de decenas de ONG´s, su alma se
descompondría, avergonzada de haber permitido durante años, tanto sufrimiento,
tanta indignidad, tanta soledad, tanto dolor.

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