Mi primer día de clase de bachiller fue inhóspito, algunos de mis amigos no estaban conmigo. Otros grupos cobijaban a mis compañeros de ciencias o de sociales, aquellos que me habían acompañado en secundaria.
Era
casi el final de la mañana y continuaba el tedioso desfile de áreas y materias.
Con su mejor buena fe los profesores entraban y salían explicándonos las
virtudes de lo que iba a ser nuestro trabajo durante aquel año, lo duro que
seria el curso, el esfuerzo que esperaban de nosotros, lo esencial que era para
nuestro futuro, la selectividad que nos esperaba a la vuelta de la esquina...
Cuando
ya casi acababa aquella primera mañana se presentó el último, el de economía,
con la fobia que yo siempre le he tenido a las matemáticas. Despachó la
presentación en cinco minutos. Casi ni nos explicó su asignatura. Sacó un papel
arrugado del bolsillo trasero de su pantalón y nos dijo que íbamos a fabricar
un periódico. Si me pinchan no sangro. ¿Qué relación podía tener aquello con la
asignatura. “El trabajo que realizaremos influirá en vuestra nota al ser
calificada cada tarea encomendada...”. Yo no salía de mi asombro,
definitivamente me había tocado el lunático del colegio.
Comenzó
a leer aquel papel y a desgranar temas de actualidad repartiendo aquellos
reportajes, explicando las condiciones técnicas del trabajo y exponiendo el
enfoque que deberíamos aplicar a cada uno, entre el asombro de algunos de mis
compañeros y el entusiasmo de otros.
No
era posible, no me podía estar ocurriendo eso a mí, si yo solo quería aprobar y
no meterme con nadie. Pero no, definitivamente no me iba a librar. Cuando
aquella tarde mi madre me preguntó por mi primer día de clase.... no supe que
decir.
El
segundo día fue aun más inquietante. Todo discurría normal, dio clase, nos
explicó y cuando faltaban apenas 15 minutos nos fue llamando a su mesa uno a
uno para discutir con nosotros parte de nuestros artículos. “La mejor manera de
aprender a leer es escribir, la mejor forma de entender el mundo que sirve de
escenario a la economía es diseccionarlo. Quiero que averigües por que van a
cerrar la fábrica de Fontaneda, necesito una página. Ah, y ponte de acuerdo con
Rubén, el es el encargado de preparar el material gráfico”.
De
pronto vi en aquellos ojos el porque de tanta excentricidad. Al cabo de dos
días había nacido “Maria se queda huérfana”, mi primer articulo. Tras él casi
veinte más en dos años. El primer destino era la revista digital que el colegio
estaba poniendo en marcha y con la que quería que nos asomásemos al mundo. Para
algunos aquello era algo más que un método, reflejaba nuestro espíritu. Así que
nos preparamos para concursar en la primera edición nacional de El País de los
estudiantes, un concurso nacional que pretendía mostrar periódicos digitales de
casi tres mil colegios de España.
Pero
aquel concurso era solo una disculpa y pronto nos dimos cuenta. Ahora ya no
solo aprendíamos lo que otros escribían. Éramos nosotros también los que
creábamos conocimiento.
Quedamos
entre los primeros de España, como en los dos años siguientes. Fue un éxito y
una gran experiencia. Tras nosotros, el equipo ganó el nacional, varios
autonómicos, premios especiales… Pero el concurso no era lo más importante.
El
colegio quería que nos volcásemos en aquel proyecto como un medio para crecer,
no para ganar, y eso si que era excitante, preparábamos mucho material, con el
vértigo de entregarlo en fechas muy concretas, hubiera exámenes o lo que fuese.
Cada pocos días nos reuníamos de forma oficial, discutíamos lo que queríamos
hacer, criticábamos los trabajos de otro compañero, o nos enfadábamos con
alguno, que apurado por el apremio decidía copiar algún texto de la red.
Pero
sobre todo nos conocimos, nos integramos y nos ilusionamos. Pasábamos tardes
enteras en al aula de informática, charlando, escribiendo o buscando. Aquello
más que un periódico era una tertulia.
Aquel
vértigo era especial. Cuando pasaron solo unas semanas, la nota, los premios de
algunos concursos, o las ausencias de clase (“hoy no puedo ir a mates, hay
reunión de redacción a las
Buscar,
discutir, maquetar, redactar. En el cole éramos los del periódico. Algunos
profesores se quejaban de lo que aquello nos absorbía, pero como las notas no
fallaban, no pasaba nada.
Un
día empezaron a llegar padres y antiguos alumnos que él llamaba. Se presentaban
en el colegio por las tardes. Ellos y nuestro profesor estaban una hora con
nosotros en la biblioteca, explicándonos como afrontar nuestro trabajo y
discutiendo los fallos y aciertos de lo que habíamos realizado. Enseñándonos
como usar programas y ordenadores o contándonos historias.
Era
como si clase la no tuviera límites, como si el aula fuera toda la ciudad. Pero
sobre todo nos reímos, y nos sentimos importantes. Cada año (y han pasado
quince) la noche antes de publicar el periódico el equipo y los veteranos nos
juntamos a cenar, se desarrollan actividades en torno a la palabra y el
periodismo vemos como funciona la redacción y recordamos que un día fuimos
nosotros. Tras ello, los estudiantes editan durante toda la noche. Es un rito,
la noche de ElPaís.
Han
pasado quince años, y ya no estoy en Torrelavega. Los del periódico seguimos en
contacto, aunque la distancia hace mella. Yo estoy en Sevilla, otros en
Santander, en Madrid, en Oviedo... Pero todos cerca.
Aun
sigo recordando como aprendimos, y lo importante que fue, cuando éramos unos
crios. Aun recibo sus correos como ese en que me pedía hace unos días un nuevo
trabajo, el que refleje lo felices que fuimos.
Ahora
están en otra época. Han pasado dificultades pero están. Hay nuevos alumnos
dentro de El País de los Estudiantes, el mayor programa de prensa escuela en
lengua castellana, pero con la misma ilusión que tuvimos nosotros, con el mismo
esfuerzo. Estos días el País publicaba una nota sobre aquellos pioneros, y en
unos días la cadena SER contará esta historia de quince años enseñando con un
periódico.
Pero
nosotros fuimos los primeros, fuimos nosotros. Y fueron buenos tiempos, fueron
grandes tiempos.
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