Juana de Arco, que en realidad se llamaba Jehannette (Jehanne, para los amigos) nació el 6 de enero de 1412, y murió a la temprana edad de 19 años un 30 de mayo. De origen francés y pensamientos indelebles, fue una heroína para mucha gente, un militar honorable y santa francesa cuyo día especial es el de su aniversario de muerte. En su infancia llegó el sangriento conflicto de la guerra de los Cien Años que enfrentó al delfín Carlos, descendiente de Carlos VI de Francia, con Enrique VI de Inglaterra. El motivo era ocupar el trono francés, pero no lo pusieron fácil porque hizo falta ocupar casi todo el norte de Francia por las tropas inglesas y borgoñonas.
Pero cuando ella tenía 13 años, no tenía pensado vivir como una pre-adolescente de la época: ella recibió la visita de San Miguel, Santa Catalina y Santa Margarita para llevarla hacia una vida religiosa y piadosa. Iba a seguir este camino hasta que, años más tarde, se sintió llamada por Dios, que la indujo a cambiar radicalmente su vida y volcarse en su nueva meta: salvar a su patria.
Con 16 años, quiso unirse a las tropas de Carlos, pero no la aceptaron. Meses después, los ingleses atacaron y empeoró mucho la situación francesa, por lo que el delfín tuvo que refugiarse en Chinon; allí acudió Juana a rescatarle (no sola, le acompañaban 6 hombres recomendados por Roberto Baudricourt, comandante de la guarnición armagnac) y por fin contarle el por qué quería luchar junto a él. Al principio, el príncipe Carlos no se fió de ella, pero tras la examinarla unos teólogos para saber a "ciencia cierta" que decía la verdad, la puso al mando de un ejército no precisamente pequeño, y con ellos, Juana luchó hasta por fin acabar con los ingleses y levantar el cerco de Orleans el 8 de mayo de 1429. Pero ése no fue su único triunfo, ni mucho menos: cada lucha era una victoria a su favor y poco a poco consiguió guiar al delfín por el camino hacia Reims y así poder nombrarle Carlos VII de Francia. Como recompensa y agradecimiento por parte del nuevo monarca, se les perdonó a todos los ciudadanos del pueblo natal de Juana pagar el impuesto a la corona durante un año entero.
Con Carlos coronado y la guerra terminada, Juana no tenía planeada ninguna batalla más, solo pretendía volver a casa con los suyos y descansar de esta enorme aventura, ya que las voces en su cabeza por parte de Dios habían cesado. Sin embargo, las plegarias de quienes querían que se quedase, la hicieron cambiar de idea y siguió luchando en nombre de su patria. Aquí llegó el, aunque ineficaz, ataque contra París en septiembre de ese mismo año; y luego el asalto a Compiègne, donde los borgoñones la capturaron en mayo de 1430 para entregarla a los ingleses. De ahí la llevaron a Ruán y la juzgó un tribunal formado por miembros de la Iglesia, con lo que la acusaron de brujería diciendo que era imposible que las voces que escuchaba fuesen de Dios, sino que venían del mismísimo diablo, y así poder quitar a Carlos VII del trono acusándole de ser amigo de una bruja y deshonrarlo. Tras un largo y severo transcurso, acabaron culpándole de herejía y hechicería, y ella, que estuvo defendiendo su libertad todo el tiempo, acabó desdiciéndose de todo lo que había dicho, y de esta forma la condenaron a cadena perpetua en vez de a cadena de muerte.
No se sabe por qué, días más tarde volvió a decir que las voces fueron de origen divino y que no se había inventado nada; quizás no lo dijo por miedo a morir, pero tras pensarlo, se dio cuenta de que no podía fallar a sus principios morales. Con todo esto ya asumido y la hoguera preparada, fue ejecutada el 30 de mayo de 1431 en una plaza de Ruán, con tan pocos años y, sin embargo, tantas experiencias inolvidables vividas que nadie dejaría de lado jamás. Tanto la añoraba su gente que hasta corría un rumor tras su muerte que decía que no había muerto, que seguía entre ellos e iba a casarse con Roberto de Armoises, y que en la hoguera estaba una desdichada muchacha que no pudo correr la misma suerte que ella. Como la mayoría de los rumores, éste era falso.
25 años más tarde, el papa Calixto III, por las súplicas de Carlos VII, consideró a Juana de Arco una mártir, beatificándola en 1909 y canonizándola en 1920, año en el que Francia la proclamó su patrona y desde entonces, símbolo de la unidad francesa.
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