Fran
Sanchez, Gloria Balbás
Estos días,
en muchos colegios, parroquias y movimientos ciudadanos, la vida gira en torno
a dos palabras, Manos Unidas. Dos palabras que encierran el compromiso de miles
de personas del primer mundo por no dejar “al albur del viento”, como dijo el
filósofo Raymond Casey, a miles de vidas de eso que llamamos, tercer mundo.
Pero el
dinero recaudado, los actos, simbolismos y gestos son de poca ayuda, si no hay
alguien, al otro lado de ese muro que hemos construido desde nuestro mundo
desahogado, capaz de dinamizar las sociedades que se encuentran allí, capaz de
aliviar sufrimientos, capaz de conectar nuestro mundo y el de ellos, que, desde
luego, debería ser el de todos.
Y de eso
también trata Manos Unidas. Del dinero que debe ir hacia allí, de la ayuda que
precisan esas personas, de la conciencia que debemos desarrollar ante estas
situaciones, y de los hombres y mujeres que hacen que nuestros pequeños
esfuerzos aquí, se conviertan en grandes sueños allí. Uno de esos magos de lo
humano, es Antonio Riaño, “el cura del Congo”, como dicen los más pequeños del
Colegio La Paz de
Torrelavega, el cura de Sagrados Corazones que presta imagen a la labor de la Congregación en esas
tierras.
La última
vez que pudimos charlar con él fue el pasado 29 de diciembre. Vino a nuestra
ciudad en una estancia corta. Apenas unos días para reconfortarse entre sus
compañeros de congregación, coger fuerzas, vivir la fe y la navidad en su
comunidad y trasegar con Charo Bedia, la responsable de la ONG “Humanismo y Desarrollo”,
la mujer que le ayuda desde aquí sin descanso. Han estado de gestiones y de
tiendas en esos días. Ha comprado balones, ropa y más enseres para llevárselos
de vuelta al Congo y poder repartirlos entre los habitantes de la pequeña
región donde cumple con sus labores de misionero.
Pero en
esos dias tuvo un hueco para nosotros. Charlamos largo durante una tarde
completa. De él, de su fe, de su gente, de una vida para los demás y casi nada
para si mismo.
Se han
cumplido ya muchos años, desde que este cura castellano decidiese partir
voluntario hacia el Congo, a continuar con la labor que sus compañeros de los
Sagrados Corazones habían empezado hace siglo y medio, cuando Leopoldo II
compró las tierras actualmente conocidas como el Congo, abriendo paso a los
primeros misioneros de nuestra congregación.
Su labor
allí consiste en mantener las escuelas primarias, secundarias y una de oficios,
las cuales los misioneros que le precedieron crearon para la alfabetización de
la población, no solo para ellos, sino también para enseñarles una labor que
les pueda servir en un futuro en su región. No solo se encarga de eso si no
también de su parroquia que “está hecha con postes y chapas de zinc” como nos
contaba, una estructura que él, a pesar de su fragilidad, llama cariñosamente
“mi catedral”. Se nota en su rostro y en su tono una cierta melancolía, un
cierto cansancio que ni en un ápice proviene de su labor, de su gente, si no de
la falta de cambios en nuestro mundo, del abandono hacia aquellas personas.
Cansancio de una sociedad, la nuestra harta de todo, hasta de olvidar.
Su vida de
fe, nos cuenta, esta muy lejos del Vaticano, hasta en las liturgias y los
hábitos cotidianos. Pero muy cerca, “hombro con hombro”, en lo esencial, el
mensaje que predican es exactamente el mismo: paz, amor fraternal y una vida
siguiendo las enseñanzas del señor.
A pesar de
la relación de “tira y afloja” como nos contaba, que existen entre la Iglesia y el estado del
Congo, “la iglesia tiene bastante peso, y muchas de las obras que están en
funcionamiento son gracias a la
Iglesia : hospitales, escuelas, casas para los niños de la
calle, etc.”
Como nos
comentaba la relación que tienen entre caucásicos y congoleños, era muy
diferente en cuanto a los caucásicos, dependiendo del idioma que hablasen, si era
el francés, sabían que eran personas que iban a hacer negocio y que no se
molestaban en aprender la lengua autóctona; entonces el trato es muy adulador.
Mientras que los que hablan la lengua autóctona, saben que son misioneros y que
de ellos pueden sacar algo, por lo tanto “aguantan nuestras manías”.
Según nos
contaba, allí como están acostumbrados a vivir en la pobreza, hay muchas más
vocación eclesiástica y de voluntariado, dado que la gente sabe como se vive,
quieren arreglarlo y ayudar a los demás.
A pesar del
paso del tiempo el Congo sigue siendo una región de costumbres, hasta el punto
que al señor Riaño, le pidieron que no diera la comunión a una feligresa por el
mero hecho de llevar pantalones, acto al cual el padre no le vio ningún sentido
y se negó a cumplirlo.
Nada o poco
nos comento de la situación política de la región, de la muerte que ronda en
cada aldea, de los grupos lazados siempre en armas, de las luchas, ya casi sin
causa, o con una causa tan lejana, que ni se recuerda. Nada nos hablo de los
trapicheos de la política. Nada de odios, rencores y corruptelas. Solo nos
quiso hablar de Dios, de hombres, de esperanza, de vidas aliviadas con su
esfuerzo, con el nuestro, desde aquí, con el de todos. Porque, al igual que
esta semana, aquel 29 de diciembre era la semana de Manos Unidas, como lo será
la próxima, y la otra, y la otra...
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